Jorge Ferro, a un año de su regreso a la Casa del Padre (Jn. 14,2)

[Se cumple hoy el primer aniversario del regreso a la Casa del Padre de nuestro queridísimo e inolvidable amigo, Jorge Ferro, o el Felón, o el Anónimo Normando. Muchas semblanzas e in memoriam se hagan publicado sobre su figura. Reproduzco aquí una escrita por su colega y amigo el Dr. José Luis Moure. Qué Dios lo tenga en su gloria y nos dé la gracia del reencuentro cuando, desde los Puertos Grises, comencemos nuestro viaje hacia Valinor]

…ahora el cielo con inmortales pies pisas y mides

Puesto a escribir estas líneas, solicitadas por Mercedes Rodríguez Temperley, presiento que intentar una semblanza justa del Jorge Ferro a quien traté a lo largo de cuatro décadas es tarea llamada al fracaso. La encomienda debería dar cuenta de una relación nacida en el ámbito profesional que, por razones de una infrecuente convergencia de personalidad, conducta y gustos, se transformó en una amistad honda y necesaria, cuya abrupta interrupción me impuso una suerte de orfandad, como si de manera inesperada un ámbito de la vida se hubiera ensombrecido. Sé que mis palabras para expresarlo serán pobres.

Lo hemos relatado y escrito muchas veces. Jorge integró conmigo el trío germinal que en 1978, con Germán Orduna como fundador y director, dio origen al SECRIT, unidad ejecutora dependiente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Mi memoria borró las circunstancias de una primera y rápida presentación personal hecha por Orduna, de quien Jorge había sido alumno en el CONSUDEC. Sin embargo, creo que en verdad nos conocimos una tarde, cuando lo busqué en un amplio auditorio del Correo Central, donde tendrían lugar las jornadas de un curso de microfilmación al que Orduna nos había pedido asistir ante la perspectiva cierta de que el proyecto de investigación que íbamos a desarrollar nos obligaría a leer por ese medio las copias de los manuscritos medievales de las crónicas del Canciller Ayala. Nos sentamos en butacas contiguas y después del saludo, como sospechando un pensamiento compartido, me dijo: “Me parece que esto va a ser un baño de tedio…”. Supe entonces que me entendería bien con aquel colega de mi edad, como lo demostrarían las tardes de trabajo estrecho y cotidiano en cada una de las cinco sedes sucesivas del SECRIT durante los treinta y nueve años que siguieron.

En aquellos días iniciales, aunque Jorge se desempeñaba como técnico y yo como becario, compartimos bajo la guía de Orduna el aprendizaje de la lectura y transcripción de los textos cronísticos. Inmediatamente Jorge tuvo a su cargo la ciclópea tarea de transcribir el texto del manuscrito elegido como base para la edición. Lo hizo tarde a tarde, leyendo en un desmesurado lector de microfilms los 281 folios del Ms. A-14 de la Academia de la Historia de Madrid y tecleando la transcripción de la letra gótica libraria en una novísima máquina eléctrica IBM, hoy derrotada por la obsolescencia. También compuso los primeros volúmenes de Incipit en años previos a la difusión de los procesadores de texto, por lo que debía tipear los originales de las colaboraciones sometido a la penosa sobrecarga de compensar manualmente el margen derecho de las líneas de la página y de alternar la inserción de las letras redondas y cursivas cambiando en cada caso la bocha de caracteres de la máquina. Jorge admitía disfrutar de las rutinas y, sin pretenderlo, había encontrado una tarea a su medida.

Las páginas de Juan Fuentes que anteceden a esta nota dan cuenta de cómo aquel paciente y puntilloso transcriptor y dactilógrafo de los comienzos, devenido después investigador de carrera, doctor en Letras y, tras la desaparición de Germán Orduna en 1999, vicedirector del SECRIT, enriquecería el aporte científico del Seminario consagrándose a la obra cronística de Ayala no solo desde las perspectivas filológica y ecdótica compartidas, sino mediante el análisis del discurso político o del fundamento teológico y filosófico de la cosmovisión medieval del autor, indispensables para la recta contextualización de determinados conceptos recurrentes en las crónicas que editábamos y que él supo iluminar en una relectura crítica. Enfocados Germán Orduna y yo en la edición de la crónica del rey Don Pedro I y de su hermano Enrique, a Jorge le cupo extender el proyecto editando las crónicas de Juan II y más tarde la de Enrique III (la buena fortuna me permitió colaborar en esta última).

Como lo ilustra su currículum y lo recorre la memoria de Fuentes, numerosos artículos y colaboraciones en congresos nacionales y extranjeros, publicados en Incipit y en otras prestigiosas revistas especializadas, registran un desempeño intelectual de Ferro que excedió vastamente el consagrado a la crítica textual y sobre el que en esta ocasión no corresponde que yo vuelva.

Pero despedir a Jorge desde estas líneas y desde esta revista me impone retomar el sentido del párrafo inicial de esta evocación aligerando el discurso de las formalidades de una nota necrológica y avivando el recuerdo de la persona y del amigo. Confío en que los restantes colegas del SECRIT, que lo conocieron y trataron, no menos dolidos que yo, sepan disculpar que hoy encubra su presencia; también la de sus muchos amigos ajenos al Seminario, a algunos de los cuales tuve el gusto de conocer y con quienes él compartía intereses y experiencias que satisfacían sus otras apetencias intelectuales o vitales.

En una consideración apresurada, no eran pocas las cosas que nos diferenciaban. Hijo de un alto oficial de gendarmería con varias generaciones en el país, Jorge era lo que suelo llamar un argentino viejo. Salvo sus tempranas estancias en las zonas fronterizas del nordeste impuestas por los destinos profesionales de su padre, había vivido mayormente en el oeste del conurbano. Se había graduado en el Liceo Militar antes de cursar el profesorado en Letras en el Consudec y la licenciatura en la Universidad Católica. Esos orígenes contrastaban con los míos, propios de una primera generación de comerciantes gallegos; yo era fatalmente porteño, formado en un colegio secundario y en una facultad dependientes de la Universidad de Buenos Aires, donde también me había graduado como Profesor en Letras. Mi naturaleza urbana y una resignada indolencia sedentaria me distanciaban de los más silvestres hábitos de Jorge, que disfrutaba de la caza, de la pesca, de la equitación y del tabaco, aficiones que me eran ajenas. Jorge era mateador entusiasta, pero de la variedad amarga, que yo rechazaba. Y otro aspecto decisivo interponía una callada distancia: aunque exento de vocación proselitista, Jorge era un católico de convicción profunda y práctica rigurosa. Lo respaldaba una cosmovisión existencial de la que un largo descreimiento me excluía (“me son esquivas las dos primeras virtudes teologales” le confesé alguna vez).

Pero Jorge también cultivaba el buen gusto y la discreción extrema en lo que decía y callaba. Creo que ese fue el criterio tácito al que nuestra amistad se atuvo hasta el último día, sin que ello haya implicado indiferencia o desatención cuando algún problema nos preocupaba o abrumaba, y nos abríamos a un consejo aleccionador. Y tarde a tarde fuimos descubriendo afinidades éticas y estéticas que se revelaban en la conversación, en las películas y series preferidas o en las frecuentes evocaciones de la literatura estudiada en la universidad que la memoria nos permitía traer a cuento. Ambos éramos o habíamos sido docentes de latín, y al calor de alguna referencia disparadora, Jorge podía citar versos de Catulo, Virgilio y Horacio, que solíamos intercambiar completando vacíos o corrigiéndonos algún desliz métrico. También lo hacíamos con la poesía española clásica, que nos devolvía, entre tantas, las voces de Manrique, Fray Luis o Garcilaso. Como era esperable, reproducía con fervor algún verso de un poeta latino tardío, de San Juan de la Cruz o de Santa Teresa que yo ignoraba. Conocía en profundidad la obra de Lugones, cuya biblioteca privada había relevado críticamente (también él abjuraba del “gárrulos” del “Salmo pluvial”…), y a ambos nos gustaba el Martín Fierro y Adán Buenosayres. Fue él quien me introdujo en los textos de algunos autores del nacionalismo argentino, como Ignacio B. Anzoátegui, de quienes yo apenas conocía el nombre, pero la eficacia estilística de cuyas ironías e invectivas, más que la de su doctrina política, aprendí a valorar. Creo que una vez logré convencerlo de que Castellani podía ser un polemista y pensador brillante, pero un mal poeta. Jorge tenía particular afición por las novelas policiales, un gusto que yo adquirí muy tardíamente. Nos unió una inclaudicable admiración por Borges, y me parece que algo influí para que sumara a su biblioteca preferida los desopilantes relatos en colaboración con Bioy Casares.

Pronto a responder a dudas y preguntas sobre cuestiones religiosas o de historia de la Iglesia, que dominaba con amplitud y que podían surgir tanto de los textos que editábamos como de mi curiosidad o de mi ignorancia, Jorge sabía hacerlo disimulando su versación con explicaciones sobrias, casi improvisadas, como las de quien orienta a un turista.

Dominaba el inglés escrito de manera plena y era lector ávido de la literatura en esa lengua, en particular de quienes, como Newman, Chesterton, C. S. Lewis o Evelyn Waugh, integraban el restringido círculo de los británicos convertidos al catolicismo. Conocí algo de la obra de los dos últimos a instancias de Jorge, y a él debo alguna traducción propia de Gerard Manley Hopkins. Fui testigo de su creciente y casi devota consagración a Tolkien, de quien se convertiría acaso en el mayor especialista local y a cuya obra dedicó su tesis doctoral. Aunque fracasó en el intento de que su famosa saga me sedujera, me halaga haberlo ayudado importando de Inglaterra alguno de los libros que le faltaban y que yo encargaba a la librería londinense Bumpus, Haldane & Maxwell Ltd. (a Jorge le gustaba marcar en voz alta los troqueos de ese nombre). Recuerdo la alegría de su rostro al abrir un paquete que yo había retirado de la aduana y que envolvía un esperado ejemplar de The Sillmarillion.

Si bien nuestros días compartidos se extendieron desde la soltería hasta la llegada de los hijos y de los nietos, fueron las pausas en las tardes de trabajo en el SECRIT, de lunes a viernes, el espacio privilegiado donde pudimos entablar ese larguísimo diálogo hecho de alusiones literarias o cinematográficas, pero también de opiniones aceradas sobre la realidad política, sobre los renovados disparates en boca de periodistas y presentadores o sobre las impudicias de algún figurón encumbrado. Por lo general, Jorge sorteaba la indignación con una carcajada ruidosa que buscaba privilegiar el flanco ridículo de lo que se comentaba.

Jorge tenía un sentido del humor de tiempo completo. Como se emparentaba con el mío, lo ejercíamos en complicidad. Cuando creció la dotación de becarios e investigadores del SECRIT, muchos de nuestros disparates y juegos verbales, algunos codificados por una historia propia, se perdían en el silencio de la tarea colectiva, que procurábamos no entorpecer. En algún caso, el humor se sublimaba en emprendimientos paródicos, aptos para navegar cultos. Al momento de iniciarnos en el manejo de la computadora, por ejemplo, solíamos distendernos traduciendo al latín palabras, advertencias y formulaciones extraídas de los manuales de uso: el backup pasaba a ser servatura effigies, las ventanas eran fenestellae, y en la tarea de cotejar manuscritos, destacábamos la conveniencia de subdividir la pantalla con la sentencia Ad duo documenta commode conferenda, nobis utillimae fenestellae fiunt. Durante años, Jorge había tomado a su cargo servir el té de la tarde, y cuando se le pedía añadir un poco de leche en polvo, anunciaba el acto con fingida solemnidad y la fórmula lactificatio quaedam. A despecho de Cuervo y Corominas, habíamos convenido en retraer el cidiano verbo “aguijar” (“allí piensan aguijar…”) a un falso étimo acuculare, del que hacíamos derivar el bárbaro latinismo acuculatio con el sentido de “partida”, que a Jorge le gustaba emplear en la expresión acuculatio plena para señalar la vuelta a casa. Lo irritaban de manera particular la terminología y postulaciones pseudonovedosas de algunas escuelas críticas, cuyas oscuridades (o disfrazadas obviedades) consumían horas de intelección y que en Jorge suscitaban una conclusión resignada: “Esto siempre se supo…”. Le gustaba repetir “cronotopo” o anunciar con tono engolado que en alguno de los textos que examinaba había descubierto una “contienda discursiva”.

Terminada la jornada de trabajo y durante unos cuantos años, pudimos compartir parcialmente el itinerario de regreso. A la salida de las dos primeras sedes del SECRIT, tomábamos el colectivo 64 en Congreso, que dejaba a Jorge en la estación de tren de Pacífico y a mí en el final de su recorrido en Belgrano. Como aquella línea tenía unidades nuevas que corrían con notable frecuencia, casi siempre contábamos con asientos disponibles. Esta circunstancia nos había permitido urdir un mito urbano según el cual el 64 era una línea exclusivamente consagrada a dar un óptimo servicio al pasajero, de modo que, si eventualmente alguna unidad demoraba su llegada a la parada, traía pasajeros de pie, o si después de haber subido, se producía alguna frenada abrupta, una discusión o una escena desagradable, Jorge sentenciaba: “¡Es un falso 64!”. Cuando el SECRIT se instaló en su sede actual, solíamos volver a casa caminando por Santa Fe hasta las estaciones de Retiro. Nos deteníamos siempre frente a las vidrieras de la despensa “El Fénix” para recorrer los vinos y los güisquis, a cuyo discreto consumo éramos adeptos (“¡Mire qué caldos!” decía Jorge, remedando el lenguaje de los sommeliers y recorriendo las botellas de las bodegas más caras). Los comentarios a lo largo de esas cuadras eran infinitos, pero guardo memoria de algunos. Una derrota electoral había reducido drásticamente la concurrencia habitual de un comité que estaba sobre Carlos Pellegrini; cuando pasábamos por delante del local, ya caída la tarde, solíamos ver siempre al mismo y único encargado que, mostrando no tener ya demasiado que hacer, se acodaba en un escritorio o leía un diario; Jorge me decía “hay guardia cívica”. A un anciano y rubicundo músico callejero, de rostro alcohólico y mirada salvaje, que arañaba con un arco precario las dos o tres cuerdas de un improvisado violín de lata, Jorge lo había bautizado “El carnicero de Riga”. Llamaba Purgatorio o Memento mori a la zona abigarrada de puestos de venta, donde hombres y mujeres de aspecto deplorable (“seres abisales” según Jorge) ocupaban calles y veredas delante de los accesos a las estaciones. Una vez le hice reparar allí en un individuo mayor, con una larga barba blanca que le cubría la mitad del pecho, al que podía verse siempre de pie entre las mesas, silencioso y con la vista perdida. El ingenio de Jorge no se demoró: “Es un profeta menor”.

Trasladaba sus materiales en un portafolios de cuero que llevaba doblado bajo el brazo. Además de sus cigarrillos o de su pipa y tabaco, allí guardaba el o los libros, con frecuencia maltrechos, que circunstancialmente estaba leyendo. Los viajes en tren desde y hacia Bella Vista eran sus loci amoeni cuando lograba sentarse y hundirse sin interferencias en la lectura (temía las conversaciones que pudieran sustraerle aquel tiempo precioso de íntimo reparo). Curiosamente, Jorge no concebía la bibliofilia; el libro era contenido, la materialidad lo tenía sin cuidado. Lo comprobé de manera agridulce: cierta vez me pidió un ejemplar de Sobre héroes y tumbas, que necesitaba para un trabajo en curso; aunque yo tenía dos o tres ediciones, decidí prestarle la primera, publicada en 1961, que me ufanaba de haber encontrado en una librería de viejo. Jorge me la devolvió poco después con las costuras del lomo vencidas y la sobrecubierta rota. Cuidadoso al extremo en sus modales y trato, Jorge ni siquiera lo había advertido.

Trabajar en el SECRIT deparaba a Jorge un declarado y manifiesto bienestar. Pasaba las horas frente a la pantalla de su computadora abstraído del medio; solo alguna consulta de los colaboradores o las obligadas ceremonias del tabaco (cigarrillo o pipa) lo apartaban. Se negaba sistemáticamente al uso de fichas, procedimiento que sustituía por el empleo de cuadernos en los que volcaba todo lo que merecía registro. A veces, alguna contrariedad inesperada en lo que escribía o algún travieso desliz en el funcionamiento del procesador lo llevaban a romper el silencio de la sala con unos estentóreos “aes” de alarma, como si el té se le hubiese volcado sobre las piernas.

Eludía referirse a los vaivenes de la salud propia y ajena, y rechazaba las series hollywoodenses de tema médico, a las que llamaba “de épica hospitalaria”. Naturalmente, la casa, la familia, los hijos y las contrariedades del vivir fueron tema recurrente en nuestra conversación. Nuestros casamientos, los nacimientos de Jorgito, Patricio y Constanza en su caso, o de Pilar en el mío, y más tarde la llegada de los nietos, fueron marcando senderos contemporáneos y parecidos. Curiosamente, quizá porque los dos compartíamos y aceptábamos cierta renuencia a los desplazamientos familiares, no fueron muchas las ocasiones en que nos vimos fuera del SECRIT, una desgraciada reticencia que hoy solo puedo lamentar. Retengo, sin embargo, las escenas de algunas comidas memorables en su casa, en las que una Celia muy paciente y un Jorge ansioso y atribulado desplegaban su mejor hospitalidad.

Yo conocía la enfermedad de Jorge, pero hasta las semanas últimas no supe de su repentino agravamiento. Después de nuestra jubilación, alejados físicamente del SECRIT, y como ambos teníamos una mala relación con los celulares, nuestras conversaciones se hicieron más esporádicas. Pero una tarde de fin de año, me extrañó la reiteración de una llamada de Jorge a la que yo no había respondido. Cuando lo hice, y después de unas pocas chanzas habituales, con un tono de voz inusualmente serio, Jorge me dedicó un halago inesperado: “Fuiste un amigo… inmejorable”. Le costó encontrar el adjetivo, y pareció resignarse al que finalmente pronunció. Yo no pude reparar en el tiempo del verbo. No supe que Jorge se estaba despidiendo.

Debo cerrar esta nota a sabiendas de haber trazado solo una imagen desflecada del amigo que perdí y lo hago con un recuerdo que hoy cobra una dimensión estremecedora. En una de las muy contadas ocasiones en las que me había permitido manifestarle mi desconfianza en la eternidad, un Jorge extrañamente cortante me respondió: “El hombre no nació para morir”.

José Luis Moure

7 comentarios en “Jorge Ferro, a un año de su regreso a la Casa del Padre (Jn. 14,2)

  1. Avatar de Desconocido Anónimo

    Son pocas las ocaciones en las que uno puede abstraerse del ajetreo y reposar. Esta semblanza lo ha logrado sin duda. Parafraseando aquello de la escritura:»la letra mata el Espíritu da vida», toda palabra escrita es insuficiente. Pero tal vez y solo tal vez, hay una que otra palabra que logra permanecer y trascender unida a aquella primigenia: «Verbum Carum Facto Est».

  2. Avatar de JPB_1967 JPB_1967

    Supe de la existencia de Jorge Ferro por la entrevista en varias partes que le hizo Sebastián Randle y me dejó una impresión de un hombre profundamente culto y buena persona. Que descanse en paz.

  3. Avatar de Andrés Battistella Andrés Battistella

    Y oí una voz del cielo que decía: “Escribe: ¡Bienaventurados desde ahora los muertos que mueren en el Señor! Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus trabajos, pues sus obras siguen con ellos”

    Apoc. 14,13

  4. Avatar de Desconocido Anónimo

    Tuve el gran honor de tenerlo como Profesor. Los más gratos recuerdos compartidos con él descansan en mi memoria: risas, anécdotas, enseñanzas, palabras profundas que calaban en el corazón.

    Dios lo tenga en su gloria.

  5. Avatar de Desconocido Anónimo

    Descanse en paz. Pude conocerlo solo virtualmente a través de la entrevista de Sebastián Randle.

    Dios le otorgue el descanso eterno y espero encontrarme con él en la eternidad para conocerlo mejor.

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